Archivo de 16 de octubre de 2010

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Se acabó la huelga de hambre, pero no el conflicto

Terminada la huelga de hambre de los prisioneros políticos mapuche, sería ingenuo pensar que se acabó el conflicto mapuche. Por esta razón, quiero presentar dos textos, el primero de Gabriel Salazar, donde reflexiona sobre el concepto de etnia en la historia de Chile; el segundo de Alfredo Jocelyn-Holt, escrito el año 2008 para Revista Qué Pasa, donde reflexiona sobre las posibles salidas a este ya largo conflicto.

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Rol Histórico de las Etnias

en Chile (1)

 

Etnia, Nación y Estado

En chile existen comunidades cuya lengua, religión, valores e historia difieren del resto de la población. Desde hace siglos ocupan (y se identifican) con el mismo territorio. Se les conoce con el nombre de etnias indígenas: Aymara, mapuche, qawascar, yámana, quechua, coya, atacameños y rapa nui.

Culturalmente, los miembros de una etnia se perciben distintos y así son percibidos por los demás. Tienen conciencias de pertenecer a una comunidad cuya cultura nutre una suerte de “honor colectivo” que está por encima de consideraciones de clase, puesto que de él participa cualquier miembro del grupo étnico, al margen de su posición social (2)

El estado chileno reconoce la existencia de etnias pero no de pueblos indígenas. Hablar de pueblo equivaldría, en su opinión, a reconocer la existencia de varias naciones al interior de un mismo territorio, por lo cual atentaría contra la visión clásica de una sola nación y un solo Estado.

Como contrapartida, las organizaciones indígenas y los defensores de los derechos indígenas, plantean que las etnias si constituyen pueblos, por historia, identidad étnica, religiosa, lingüística y territorial. Si todos los pueblos tienen una identidad básica de derechos, las etnias indígenas pueden aspirar, legítimamente, a la autodeterminación.

La visión que esta última perspectiva de análisis tiene de la relación ente cultura indígena y Estado-nación, es profundamente crítica. Se habla de colonialismo interno para dar cuenta de la existencia de pueblos, dentro del Estado, económicamente explotados y culturalmente reprimidos.

Lo anterior se ampararía en el “valor supremo” de la unidad nacional. Históricamente los estados han privilegiado la vinculación del poder político con una sola nación o etnia, negando la existencia de otras comunidades culturales en su territorio o promoviendo su rápida asimilación.

Sin embargo, pese a siglos de discriminación etnocida y también genocida, las culturas indígenas no han desaparecido. En el último censo (1992), más de un millón de personas señaló sentirse identificado con alguna de las etnias indígenas que pueblan el territorio, principalmente la mapuche (3).

Mal que les pese a muchos, las etnias indígenas existen. Este hecho obliga a repensarnos como nación y como Estado para abrirnos a una realidad que no puede seguir desconociéndose: que en Chile conviven diversos pueblos. El reconocimiento es fundamental para valorar el aporte de las culturas originarias y avanzar hacia políticas de Estado que aseguren el respeto y la sobrevivencia de las comunidades indígenas.

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ARAUCO INDOMITO: «A LO ÚNICO QUE CONDUCE

COMBATIR AL MAPUCHE ES QUE ÉSTE RESPONDA COMBATIENDO»(4)

Por Alfredo Jocelyn-Holt.

Exigir madurez política a un pueblo al que, por cien años, se le ha dominado con criterios paternalistas, no puede ser, pues, más insensato. Este último descargo, por cierto, no justifica el recurso a la violencia. Si algo hemos sacado en limpio de nuestra larga y entrampada historia con los mapuches es que ésta no resuelve nada. A lo único que conduce combatir al mapuche es que éste responda combatiendo, y en este plano, me temo, son formidables.

 

La batalla cultural

Entre tanta alarma que, con o sin razón, rodea el conflicto mapuche hay un aspecto que merece destacarse como positivo. Solemos pasarlo por alto. Me refiero al lento -casi imperceptible- cambio produci­do últimamente en nuestras conciencias respecto a la tenacidad de este pueblo, su vigor y legítima demanda de que se le tome en cuenta.

Recordemos cómo décadas atrás había que poco menos que viajar a «otro país» para encontrarnos con una de esas mujeres altivas, monumentos sobrevivientes de su raza, alhajadas con delica­dos ornamentos de plata, tamboreando su cultrún. Hoy por hoy, es cosa de caminar por nuestros paseos peatonales santiaguinos para escucharlas. Digo bien -«escu­charlas», «oírlas»- porque como constará a cualquiera que se ha topado con alguna de ellas, no están allí para que se las foto­grafíe en tanto especímenes exóticos, turístico-culturales.

Fotografías de ellas, de hecho, existen muchas y de muy excepcional calidad. Algunas de colores vivísimos, muy actuales; otras, más viejas o sepias, seguramente retratos de sus abuelas. Circulan por doquier: en postales, en publicaciones de arte magníficamente editadas, como también en estudios antropológicos o históri­cos, cada vez más serios. En las librerías suelen destacárseles; es cuestión de fijarse en los mesones de entrada.

Décadas atrás, recordemos también, hablábamos de «araucanos»; hoy en día, por respeto a como ellos mismos se autodenominan, les decimos «mapuches». El giro es significativo. Tanto como la desaparición de esas largas listas de «cambio de apellidos» (la mayoría ancestrales, sustituidos por nombres comunes y corrientes chilenos o españoles) a las que todavía en los años 70 y 80 los periódicos solían recurrir a fin de rellenar sus insulsas páginas. Lo mismo cabría decirse de palabras como «rehue», «machitún», «winka» o «marichiweu». Términos que, junto con exigirnos un mayor conocimiento, nos abren a una apreciación enteramente novedosa del mundo en el que queremos seguir viviendo. ¿A quién, hoy en día, se le ocurriría pensar, por ejemplo, que un canelo o una araucaria son árboles cualquiera, o que un «bosque nativo» es lo mismo que una «plantación forestal»?

Pequeños detalles, giros verbales, que estarían dando cuenta de un trascendental cambio de sensibilidad entre nosotros. En efecto, en el último tiempo nos hemos vuelto más atentos y tolerantes para con «el otro», el distinto, por lo que nos puede aportar en sabiduría. De hecho, no pudiéndolos vencer ninguneándolos, extinguiéndolos, o, en el mejor de los casos, mitificándolos (Ercilla mejor que nadie), confesemos hidalgamente ésta, nuestra última derrota frente al mapuche: la cultural. Triunfo que, en ningún caso, nos aminora. Por el contrario, nos ennoblece no haber podido imponernos enteramente. De ahí que, a cambio, hayamos crecido en humanidad, amplitud de criterio y espesor cultural.


La batalla política

Si en el ámbito cultural hemos debido reconocer la validez y tenacidad del mapuche sin por ello tener que lamentar nuestra reciente toma de conciencia al respecto, ¿por qué no se vislumbra lo mismo en el plano político?

El asunto, en esta otra dimensión, es más complejo. El mundo mapuche no manifiesta la misma cohesión a la hora de organizarse políticamente. Son fáciles de dividir. Militancias partidistas, cuadros disciplinados, formación ideológica, les son tan ajenos como lo fueron para nosotros al inicio de la República, con la particulari­dad, en su caso, de que se trata de una sociedad todavía ágrafa, muy pobre, y sin afanes colectivos totalizadores. A lo sumo puede aspirar a representar sus propias demandas, pero ni el peso de su población no insignificante (casi 800 mil habitantes) aunque dispersa (500 mil mapuches viven en Santiago), ni la falta de liderazgos comunes, le permiten superar su calidad de minoría electoral mucho menos potente que su significación social real.

No obstante esta debilidad, tradicional­mente crónica, no son inmunes a influen­cias y aprovechamientos políticos externos. De ahí que se les haya vuelto, en distintos momentos, o más pasivos o más radicalizados, sin que ello les haya reportado avance alguno en tanto pueblo tradicionalmente oprimido y discriminado. La desconfianza del mapuche no es tan sólo con un Estado que, a fines del siglo XIX, los invade y somete, despoja y reparte sus tierras. Es, también, con las leyes, instituciones y lógicas civiles y políticas que, lejos de integrarlos y asistirlos, han tendido a mantenerlos en un estadio de infantilismo político agudo. Exigir madurez política a un pueblo al que, por cien años, se le ha dominado con criterios paternalistas, no puede ser, pues, más insensato.

Este último descargo, por cierto, no justifica el recurso a la violencia. Si algo hemos sacado en limpio de nuestra larga y entrampada historia con los mapuches es que ésta no resuelve nada. A lo único que conduce combatir al mapuche es que éste responda combatiendo, y en este plano, me temo, son formidables. Ni ellos ni nosotros nos hemos impuesto bélicamente en casi cinco siglos. Militarizar el conflicto, por tanto, sólo nos lleva a tener que repetirlo todo de nuevo.

¿Se ha llegado a ese punto? Lamentablemente, los dos extremos en este conflicto así lo plantean al resto del país y del mundo. A falta de una mayor información capaz de presentarnos un panorama más complejo que lo que aparece en pantalla, nos quedamos con la imagen de que, efectivamente, Arauco sería una zona de ocupación y que sus pobladores o son terroristas o, al menos, son encubridores y agitadores. A su vez, enfrentamientos, ataques a propiedades, enormes despliegues y operativos armados, huelgas de hambre, muertes y atentados -estos últimos en menos de una semana-, se encargan de reforzar, no con poco éxito, esta perniciosa imagen.


La batalla territorial

Confrontación la hay y con seguridad la seguirá habiendo. La hay cuando se invocan derechos ancestrales pasados a llevar, cuando se reclaman abusos históricos más recientes (usurpaciones de títulos de propiedades indígenas), cuando se oponen diferentes concepciones de progreso y de derecho, cuando se confrontan grandes intereses económicos por un lado, y pequeñas comunidades rurales por el otro.

Méritos no faltan a uno y otro lado del conflicto. Y todos, no nos confundamos al respecto, nos remiten a la zona en contienda. Como su mismo nombre lo da a entender, un pueblo mapuche sin tierra está condenado a desaparecer. Por eso que es tan imperativo encontrar, a mediano plazo, no tanto una solución definitiva, todavía prematura, como los mecanismos y espacios que harían posibles futuros entendimientos.

Esa y no otra es la deuda pendiente no sólo con este pueblo sino con nosotros mismos, puesto que lo que en esta zona ocurre -lo sabemos de sobra- invariablemente amenaza con desestabilizar al resto del territorio. Mecanismos en este orden de cosas, de hecho, han existido en el pasado y han mostrado su efectividad. Bajo dominio español, y vaya que nuestros antepasados lo aprendieron después de siglos de  contienda, se intentaron dos estrategias que, a la postre, fueron acogidas por el otro lado del litigio. La principal era dejarlos tranquilos, respetar su dignidad y autonomía, replegándose de la zona cuando no se la pudo someter manu militari. La otra era parlamentar o, lo que es lo mismo, oírlos y negociar cuantas veces fuera necesario. Si en su momento estas dos vías funcionaron relativamente bien, mucho mejor que lo de ahora, ¿por qué no trabajar en esta línea? De lo contrario, se ahondará en la espiral creciente de violencia y no habrá retorno posible por largo tiempo. Y, tiempo, conste, es lo que mejor maneja este pueblo. Su sobrevivencia varias veces centenaria los apoya y los cambios en la sensibilidad cultural mundial tienden últimamente a favorecerlos. Al final, lo único que nos une con el pueblo mapuche es la paz. Por eso pretender conseguirla sin respeto al otro y sin reconocimiento de su autonomía es falaz.

 

Notas.

1.- Gabriel Salazar y Julio Pinto. “Historia Contemporánea de Chile II: actores, identidad y movimiento”. Edit LOM. 1999, p. 137.

2.- J. Bengoa. “Los derechos de los Pueblos Indígenas: El debate acera de de la declaración internacional” en Liwen n° 4. Centro de Estudios y documentación Mapuche Liwen, Temuco, 1997, p. 214.

3.- de acuerdo a los datos aportados por el último censo de población (1992) y la comisión Nacional de Pueblos Indígenas, este es el total de población indígena según etnia:

Mapuche       928.060.

Aymara            48.447.

Rapa nui          21.848.

Atacameña      10.000.

Qawasqar             101.

Qaghan                   64.

4.- Revista Qué Pasa –  Profesor Alfredo Jocelyn Holt – 11-01-08.